A modo de introducción
El cuatro de abril de 2007, la nación argentina se vio conmovida por una trágica noticia: Carlos Fuentealba, un profesor neuquino, había sido asesinado por la policía mientras participaba de un reclamo colectivo. Una verdadera ola de indignación popular hizo que a lo largo y a lo ancho del país cientos de miles de personas ganaran las calles en repudio a la represión. Un escrito de Mex Urtizberea, titulado “No se le pega a un maestro” y publicado inicialmente en La Nación, proporcionó la principal clave para entender la masividad sin precedentes de las movilizaciones: “¡no se le pega a un maestro!”, decía Urtizberea, “los maestros son sagrados”. No se le pega a un maestro, claro … “¿pero al resto sí?”, se preguntaron medio sorprendidos y medio indignados, no digamos que todos los trabajadores de la educación de Neuquén, pero sí la gran mayoría de ese millar que en la madrugada del cuatro de abril se dirigió hacia Arroyito para intentar montar un piquete. La contracara de la opinión “políticamente correcta” de Urtizberea la proporcionó la siempre incorrecta y satírica revista Barcelona, que puso en los labios del Gobernador de Neuquén Jorge Sobisch la siguiente frase: “me equivoqué, pensé que era un piquetero”. Lo extraño, lo equívoco de la situación, residía en que, precisamente en el momento de mayor aislamiento social del movimiento piquetero, en la provincia patagónica eran las maestras –ese “símbolo sagrado”, esas “sacerdotisas laicas de la civilización” tan caras al imaginario sarmientino– las que se habían vuelto piqueteras.[1] Continuar leyendo